viernes, 24 de abril de 2009

Madame Tic


- Es usted un intrigante, Efelbus - dijo sin ningún énfasis.


Darío Efelbus esbozó una mínima sonrisa sin levantar la mirada del cigarrillo que estaba liando entre sus dedos. Los puños de la camisa, ligeramente rozados, le quedaban cortos sobre sus muñecas de hueso largo y piel blanca con gruesas venas marcadas en violeta de pascua.

- ¿Realmente cree usted que ella tiene una doble vida?
- Sin duda.

El cigarrillo prendió, y Efelbus proyectó una bocanada densa de humo blanco sobre el velador que se expandió como una neblina de amanecer.

- Tiene usted esta detestable costumbre, Efelbus - protestó Malson arqueando las cejas.

- ¿Intrigar o fumar? - preguntó Efelbus sabiendo la respuesta.

Malson se limitó a desviar la mirada de los penetrantes ojos grises, casi cristal, del cínico Efelbus.

- Doble, triple… incesante, querido Malson. La vida de Laura Tic es una duplicidad constante. En nada monótona como puede comprender. ¿Le parece a usted interesante la señora Tic?

- ¿Interesante? - dijo Malson con una fingida despreocupación - No sabría decirle.

- ¿Atractiva, quizá?

- Sí, sin duda.

- A las ocho tengo una cita en su casa para resolver un negocio. Si le apetece acompañarme podría presentarsela formalmente.

La casa, en el barrio de moda, presentaba tras las rejas de forja negra una fachada de piedra caliza con tonos rosáceos y grises. Las ventanas, opacas por las cortinas de terciopelo negro, producían curiosidad por conocer los movimientos y el alma de los habitantes del número diez de Álamos Negros. Sobre el pilar izquierdo de la verja una placa de latón brillante con letras grabadas componía en dos líneas:
“Madame Tic. Ilusionista”

El hombre joven le recibió en la puerta. Alto, delgado, muy delgado, rubio de melena lacia, ojos carbón, pálido, alsaciano; parecía desplazarse más que caminar. Le reconoció de inmediato acompañándole hasta una salita entelada con grandes flores estampadas sobre seda negra. Con voz plana invitó a Jorge Malson para que se acomodara en la espera.

- Estimado Jorge, me alegra verle de nuevo.

- Madame - acertó a decir Malson ante la radiante figura de Laura Tic.

En la primera visita apenas hubo tiempo para intercambiar los acostumbrados formalismos de presentación. Efelbus se retiró con la señora Tic a despachar sus asuntos, y sólo después de la espera, en la despedida, se propició un nuevo encuentro. - Estaría encantada en mantener una larga charla con usted, señor Malson. Lamento no poder atenderle adecuadamente. El señor Efelbus ha ocupado todo mi tiempo disponible por hoy. ¿El martes le parece bien? - dijo ella sin que al parecer hubiera otra opción que aceptar aquella orden sugerida. Malson aceptó satisfecho la invitación.

- Su amigo Efelbus me ha hablado de su pasión por la música.

- Una pasión que lamentablemente ha remitido a la vulgaridad de una profesión - replicó Malson con cierta tristeza.

- ¡Oh! No diga usted eso, Jorge. Seguro que su pasión nunca será vencida por la ocupación, muy digna por otro lado, de pianista de café.

Aquellas palabras pronunciadas por otros labios, con otra voz, hubieran parecido una afrenta a cualquiera. Dichas por Laura Tic resultaron una deliciosa herida.

La luz de la habitación fue convirtiéndose en crepuscular, lentamente, por algún medio que Malson desconocía había quedado reducida a una leve iluminación prácticamente centrada sobre la sofisticada figura de madame Tic. Sentada en el sofá resultaba fascinante contemplarla con aquel traje de satén azul cobalto recortada en la penumbra.

- Entonces, querido Jorge, ¿cuál es su ilusión no conseguida? Dígame.

Malson se mostró algo incómodo ante la pregunta directa. - “Qué demonios, a fin de cuentas es a lo que he venido” - pensó.

- Tener un perro de aguas escocés. - Dijo con resolución.

- Querido Jorge, eso es fácil. - Apuntó condescendiente - Pero lamentablemente yo no puedo ayudarle, detesto los perros de aguas. Y, en cualquier caso, puede hacerse con un ejemplar en la protectora de animales del Parque Town. Mis habilidades son otras, muy diferentes a los caprichos.

Malson se percató de su fatal ocurrencia. El tono de Laura Tic era una advertencia severa.

- Lo lamento madame. Sinceramente lamento mi torpeza. Espero que pueda comprender, es mi primera vez. - Dijo turbado -.

- Relájese, Jorge. - Contestó ella tomándole las manos entre las suyas. - Comprendo. Pero comprenda usted que nada material es lo que yo puedo ayudarle a conseguir. Ni un céntimo. Ni una amante. Ni un empleo mejor. Eso no son ilusiones, acaso necesidades, tal vez deseos; pero no ilusiones. Los caprichos y las necesidades no están a mi alcance, sólo las ilusiones, las verdaderas ilusiones son de mi interés. Ilusiones que por su ausencia nos procuran una vida terrible, vacía, molesta, triste. Las necesidades se alcanzan con determinación, o no son tales necesidades. Los deseos, esos implacables impulsos de falsas apetencias, disfrazan las ilusiones. Y los caprichos, ¡ay, los caprichos! esas pequeñas vulgaridades tan mezquinas, tan feroces que matan llevándose con ellos la esencia de la ilusión, son sólo un espejismo efímero, un engaño tortuoso.

Jorge Malson se sentía empequeñecer poco a poco ante las palabras de Laura Tic. Su mente, en blanco, no acertaba a encontrar una verdadera ilusión que poder nombrar. Encontraba aspiraciones, caprichos, necesidades… pero según el esquema de madame Tic ni una ilusión a conseguir. Nada que realmente pudiera engrandecer su espíritu. Comenzó a sudar mientras notaba que la camisa no se pegaba a su espalda. Un frío de tristeza y soledad le empañaba la mente. Quiso huir de aquella situación como del diablo.

- Permítame - dijo levantándose - tengo cosas urgentes que atender. Quizá en otro momento podremos continuar. Si me disculpa. Buenas tardes.

Malson saludó con la cabeza despidiéndose de Laura Tic a la vez que se apresuraba hacia la puerta.

- Claro, no hay problema querido Jorge. - Dijo ella con una sonrisa en sus labios granate.- Los quinientos euros puede dárselos a mi ayudante.

- Sí, por supuesto. - Dijo ausente.

La sala quedó iluminada con una luz que a los ojos de Malson resultaba demasiado blanca, fría y dura como la de un foco.

La recaudación de la noche en el “Street Jazz Club” no había resultado de las mejores. Jorge Malson terminó su actuación con la acostumbrada despedida y el público respondió con la inercia de unos tibios aplausos.

Sentado en una mesa retirada le esperaba su amigo Efelbus liando un cigarrillo.

- Es usted un intrigante, Efelbus.

- Sí. Sin duda querido Jorge.

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martes, 7 de abril de 2009

Elias Bok


- ¡Emily, Emily, dónde están las llaves Emily!

La voz de Elias Bok tenía un tinte de angustia y obsesión. Con su limitada movilidad parecía una criatura afligida entre el espacio abarrotado de muebles, cosas, bultos, paquetes, libros, desniveles en un suelo de pizarra negra que reflejaba los rojos momentos de una tarde seca de marzo.

- ¡Maldita mujer sorda, estás sorda Emily, cada vez más sorda. Emily!

Iba y volvía sobre sus pasos, tropezaba, resoplaba sonándose en un enorme pañuelo amarillo que ocasionalmente empleaba para quitar el polvo de las pilas de libros. Maldecía constantemente a Emily, blasfemaba y tosía. Le faltaba aire y se dejo caer sobre una silla mientras tomaba aliento.

- La señora Bok ha salido al jardín.

Ana, la doncella adolescente, sentía ternura por aquel anciano vestido con una docena de prendas superpuestas sin orden. La camisa de franela azul oscuro, sobre el batín de seda estampada, era la cima de los ropajes que hoy vestía en un abultado caos.

- Ana, hija, ve a buscarla y pídele las llaves de la caja.
- No me atrevo señor, está dormida junto a los geranios.
-¡Pues me da igual. Despiértala!
- Sabe que a mi no me dará las llaves, y se enfadará conmigo.
- ¡Maldita sea! Iré yo.

Elias Bok se incorporó de repente con tal mala fortuna que la silla hizo un extraño y cayo con todo su peso sobre la mesita de caoba con el sifón y el vaso de plata que siempre utilizaba.

- ¡Señor, señor, se ha hecho daño; dios mío, se ha hecho daño!

Bok gemía con una pequeña brecha sobre la ceja izquierda que le había producido el pitorro del sifón.

¡Despierta a esa maldita mujer!

Ana salio corriendo hacia el jardín, y en un instante estaba de vuelta en la puerta del salón gimoteando mientras se tapaba la boca con el delantal arrebujado entre los nerviosos dedos.

¡Está muerta, está muerta! - acertó a decir entre llantos de chiquilla asustada - ¡La señora está muerta junto al pozo!

¡Rápido, rápido, las llaves, quítale las llaves! - dijo Bok con una media sonrisa cruzada por un hilillo de sangre.

Toda la ilusión de Elias Bok en los últimos veinte años se había reducido al rato que cada tarde pasaba jugando con el contenido de la caja de caoba. Una arqueta elegante, con una taracea de boj en la boca de la cerradura, en la que guardaba el tesoro de su vida.

Cada tarde, a eso de las cinco, Emily le daba las llaves mezcladas en una anilla de latón, una docena de llaves aparentemente todas iguales pero sólo una abría la caja. Ahí empezaba el juego, iba probando llave a llave seleccionando y apartando las que no abrían entre sus dedos artríticos. Por fin, a veces tardaba varios minutos, acertaba con la exacta; entonces se encerraba en el gabinete disponiéndose a disfrutar con el contenido de la caja.

La abría con mimo y durante algo más de una hora resucitaba en él la ilusión. Jugaba a ser lo que fue, a lo que no fue pero estuvo cerca de ser, a lo que fueron otros que admiró. Jugaba al amor, al vértigo, a ser capitán de barco, buscador de oro, amante audaz, padre e hijo. Anarquista, bandolero, poeta y hombre. Así, hasta que los estridentes golpes en la puerta de cristal y la aguda voz de Emily le atosigaba con un ¡vamos, vamos, ya está bien, cierra la caja; la cena está lista!

Aquella bruja llamaba cena a una sopa huérfana de guisantes y una rebanada de pan tostado.

- Déjame un rato más - suplicaba Bok.
- ¡No! - siempre aquel no hiriente y seco que se le clavaba como un estilete.

- ¡Está muerta, está muerta; no puedo tocar a la señora!
- Maldita muchacha, no seas simple; no la toques si no quieres pero tráeme las llaves de una vez, ya son las seis pasadas.

¡No puedo señor, no puedo! - repetía Ana inconsolable.

Le dolía el tobillo. Intentó ponerse en pie pero el enredo de ropajes y el dolor se lo impidieron volviendo a caer sobre la pizarra. La doncella al verle decidido a salir a por las llaves se recompuso y en un acto de valor decidió ir ella.

- Ya voy, señor - dijo compungida, y una sonrisa de agradecimiento juvenil iluminó el rostro de Elias Bok.

Al poco rato, que le pareció una eternidad, apareció la buena de Ana con noticias sobre las llaves.

- No están las llaves - dijo.
- ¡Cómo que no están las llaves!
- Sólo está la cadena enganchada a su cinturón, con la anilla pero sin las llaves.

- ¡Maldita sea! ¿Has mirado bien?
- Sí, sí señor. La señora está sobre el pretil del pozo, boca abajo con los brazos dentro del pozo y cuelga la cadena de su cinturón sólo con la anilla

Ana comenzó a llorar de nuevo con un hipo espasmódico. Bok hizo lo imposible y ayudado por la joven llegó hasta la boca del pozo. Ahí estaba Emily, desmadejada, vestida como siempre con su hábito marrón ceñido por el cuero ancho del que colgaba la cadena de plata. Inspeccionaron los alrededores del pozo, entre los geranios y la hierba, pero no encontraron nada.

- Muévela un poco - dijo Bok.
- ¡No, no, ni hablar, yo no toco a la señora¡

Bok empujo con suavidad el cuerpo de Emily que cayo al suelo aplastando un grupo de geranios ante el horror de Ana que no paraba de dar gritos contenidos por el delantal.

Sobre el pretil, dónde había estado el pecho de Emily, una llave brillaba a la ya poca luz de la tarde. Bok, entusiasmado, pensó que encontraría las otras; o tal vez aquella fuera la llave, la única que le interesaba. Si no era la llave él sabía que suponía el fin de su ilusión. Ya no podría abrir la caja y jugar con sus recuerdos, no podría dejar que inundaran el gabinete con sus voces y aromas, con sus figuras y sus huellas.

Un hombre de la funeraria advirtió algo en un saliente de la pared del pozo. Era otra llave que, al intentar sacarla con una percha, se descolgó hasta el fondo del pozo perdiéndose en la profundidad del fango.

- ¡Maldita mujer, ha ido tirando una a una cada llave. Ha notado que le llegaba su hora y ha querido torturarme hasta el último momento!

Pasaron los días hasta el invierno y Elias Bok se encerraba cada tarde a las cinco en su gabinete. Ana le llevaba un tazón de frutas, queso y vino, y jugaba a no abrir la caja mientras paseaba entre sus dedos la plateada llave. Ya no le hacía falta, había aprendido a vivir sin recuerdos.