jueves, 21 de mayo de 2009

La invitación


Luís Luton había vuelto a Lavanda después de dos años de ausencia. Llovía, siempre llueve en Lavanda a las seis; refrescando los colores cansados de marzo hasta que toman la apariencia de abril. Sentado en el porche comenzó a revisar la correspondencia que el oficial de correos le había guardado. Realmente no tenía mucho que contestar, apenas una docena de cartas; dos de la Real Sociedad de Vibraciones, tres boletines del Club de la Orquídea, descartó seis u ocho tirándolas a la caja de las revistas viejas, y sólo dos fueron de su interés.

“Chicago, 1980. Estimado Luís, espero que hayas llegado a Lavanda sin dificultades; de otro forma me apenaría saberlo. En los próximos quince días a la fecha de esta carta podré reunirme contigo.
¿Has tenido noticias de Cornelio Veniman? Estoy impaciente por encontrarme con vosotros.
Un afectuoso saludo. Tu amigo, Anibal Hoc.”

Lutón sonrió para si con una ligera satisfacción.

“ Venecia, 1980. Apreciado Luís, te agradezco expresamente tu invitación a Lavanda. Estoy emocionado con la esperanza de encontrarme contigo y con nuestro buen amigo Hoc en la segunda quincena de abril y poder disfrutar con nuestras conversaciones en los parajes de Lavanda con su excelente clima.
A la espera de felices días recibe un abrazo, Cornelio Veniman.”

Decidió no contestar a ninguna de las dos cartas. Su retraso en la llegada a Lavanda hacía innecesaria la contestación ya que supuestamente ambos estarían ya de viaje.

- La habitación de la chimenea la ocupará el señor Hoc. Prepare la habitación del roble para el señor Veniman.

- ¿Desea flores en los dormitorios? - preguntó la señora Molson.

- Sí, por supuesto. Grandes ramos de flores - contestó Luton.

- Le recuerdo que el señor Hoc es alérgico a las flores.

- Gracias, Molson. Lo sé. ¿Puede prepararme unos huevos benedictine?

Luton escribió unas cuantas notas en su diario mientras iba tomando pequeños sorbos de un gran vaso de güisqui.

Los siguientes dos días resultaron espléndidos. La temperatura, la humedad, la luz, los aromas que caracterizaba a Lavanda estaban en su máxima expresión. A las once en punto del tercer día se presentó Anibal Hoc.

- Querido Luton, tienes un aspecto magnífico. Me alegra mucho verte de nuevo - dijo Hoc apretando con ambas manos la mano derecha de Luton con un excesivo entusiasmo. - Deseo cambiarme cuanto antes e ir a visitar la abadía. Seguro que la hiedra habrá tapado la cornisa del campanario. Recuerdo que cuando estuve en Hungría el año pasado encontré una torre en medio de un prado cubierta con una hiedra similar a la de la abadía e inmediatamente pensé en ti, en nuestro paseos hasta Conlmon charlando sobre los grandes secretos de vivir. ¡Que delicia querido Luton poder volver a estar juntos! Cuando recibí tu invitación se avivó en mi la ilusión por venir a Lavanda. Tu hospitalidad es siempre tan generosa. ¿Todavía está la señora Molson? Una gran mujer la señora Molson. Siempre alabo ante mis amistades su guiso de cordero. ¡Excelente! Pero, Luton, cuéntame, cuéntame cosas de tu viaje asiático. Asia, que hermoso continente. Estuve con una delegación de la Federación de Amos durante la primavera del sesenta y cuatro. ¡Que gran año! Fue el mismo año en que escribí aquel artículo sobre Kandisky, ¡que polvareda levantó! creo que es lo mejor que he escrito. ¿Has escrito algo nuevo? Estoy ansioso por leerlo. Te ensañaré mis nuevos poemas críticos sobre las tres gracias de Rubens y…

- Señor Lunton, ha llegado el señor Veniman - interrumpió Molson con gran alivio por parte de Luton.

- ¡Molson! Está usted radiante. Espero su guiso de cordero con verdadera ansiedad - dijo Hoc acompañándose de grandes risotadas.

- Señor Hoc - saludo Molson.

La vertiginosa palabrería de Hoc le aturdía. Siempre le había parecido un pesado egotímico. Su teoría sobre que nadie escucha a los demás a partir de los cuarenta años estaba más que confirmada con multitud de ejemplos, y había decidido reunir a los dos máximos exponentes de esa característica irritante que tanto detestaba.

Veniman entró en el recibidor como si volviera de un paseo, como si no hubieran transcurrido más de dos años desde la última vez que estuvo en Lavanda. Por todo saludo lanzó uno de sus pretenciosos chistes.

- Me han dicho que en esta casa no cobran por el alojamiento.
Hoc se convulsionó con una risa fingida a la vez que con los brazos en abanico se abalanzaba hacia Veniman.

- ¡Veniman, siempre el mismo Veniman!

- He tenido una experiencia muy problemática durante mi viaje - dijo Veniman intentando provocar expectación con una larga pausa.

Con una lentitud exasperante en su fraseo, que colmaba la paciencia de Luton y divertía a Hoc, continuó relatando una absurda peripecia que le había ocurrido en la estación de Conlmon.

Hoc aprovechaba las forzadas pausas dramáticas de Venimam para introducir una cuña sobre Rubens sin conseguir detener el recitativo monótono de Veniman .

Saltaba la conversación, caótica, de un tema a otro sin escucharse entre si con la presencia testimonial de Luis Luton que estaba disfrutando con el espectáculo de protagonismos que le ofrecían sus invitados. Preventivamente había tomado un par de pastillas ansiolíticas y dos buenos tragos de güisqui. Todo iba según lo previsto.


Anibal Hoc, un hombre grueso de espesa barba canosa y poco pelo, dirigía el Museo Alicia Trax de Arte Moderno, en Chicago. Su erudición sobre los movimientos artísticos de principios del siglo XX era sobrecogedora. Cualquier dato, cualquier pintor, cualquier anécdota formaba parte de su patrimonio de conocimientos artísticos. No obstante, a los ojos de Luton, resultaba un hombre de gusto vulgar. Jovial y desenvuelto en las relaciones sociales resultaba simpático nada más conocerle, pero, y esa era su peor cualidad en estimación de Luis Luton, era agotador. Enfático, gesticulante, alzaba la voz con un tono agudo ciertamente desagradable.

Por el contrario, Cornelio Veniman; de modales amables - cansinos sería más adecuado - hablaba con premeditadas e interminables pausas con las que pretendía generar una expectación a sus historias, ya fueran trivialidades o densas explicaciones sobre sus colecciones de las que presumía constantemente. El arte africano y precolombino ocupaban sus intereses, además del interés por si mismo.

La relación de Luton con sus dos invitados había comenzado de modo casual en un congreso de la Real Sociedad de Vibraciones, en Ciudad del Cabo . Con el tiempo había llegado a establecerse entre ellos un vínculo personal que, más por la sociabilidad de Luton que por placer, se había desarrollado más allá de lo que él imaginó en un primer momento. Había pasado buenos momentos con ellos, por separado; también había pasado momentos en los que hubiera deseado desaparecer o que desaparecieran ellos. La personalidad de sus dos invitados difería como la luz de la sombra, pero ambos eran vanidosos en extremo y tenían la misma patología, la egotimia. Esa penosa costumbre que barre a los otros de cualquier situación. Hablar de ellos mismos era el tema preferido en sus conversaciones. Y, cuando no hablaban de ellos en primera persona no dejaban hablar a los demás. No manifestaban la más mínima consideración hacia aquello que los otros tuvieran o desearan decir.

Hoc, al menos, era más divertido en sus manifestaciones y anécdotas. Repetitivo, gesticulante, incansable; hablaba a gran velocidad y se le trababa la lengua constantemente produciendo pequeñas salpicaduras de saliva. Causaba agotamiento como un día a pleno sol.

Veniman, por el contrario, resultaba de un espesura dramática. Minucioso, lento, tedioso; buscaba la palabra idónea en cada frase que al final resultaba no ser la más precisa después de todo.

La cena resultó soportable. A fin de cuentas estaban cansados del viaje y la sopa de higadillos con hinojo que había preparado Molson actuó como un poderoso relajante.

- He leído en el boletín que se han incorporado dos nuevos miembros a la Sociedad - comentó Veniman -, uno de ellos parece interesante; es un experto en gemología.

- ¿Gemología? - saltó Hoc.

Antes de dar lugar al inicio de nuevas peroratas, Luton, decidió levantar la sobremesa.

- Si me disculpáis me voy a la cama. Mañana iré temprano a Conlom para recoger un encargo.

- Es buena idea. Yo estoy algo cansado y debo hacer mis ejercicios de estiramiento. Son magníficos. El doctor Mulmal es un experto en fisioterapia. Desde que hago las sesiones me encuentro mucho más relajado y mi dura espalda parece más flexible - dijo Hoc estirándose al punto que apuraba la copa de vino -. No es como a los veinte, pero casi me siento como si tuviera treinta.

- Bueno, sólo aparentas sesenta - dijo Veniman con su inoportuno sentido del humor.

- Gracias Veniman. ¿Cómo va tu próstata? - repicó Hoc con sorna.

- Muy bien. Puedo orinar.

Amaneció con una ligera bruma con olor a heno. La carretera hacia Conlom estaba trazada junto a los acantilados de arenisca blanca serpenteando por cada una de las calas. A la derecha el mar brillaba a las primeras luces del este, a la izquierda los prados de hierba alta tomaban volumen en la planicie salpicada de rotundas yeguas recién paridas con sus potros. Luton condujo despacio notando el aire en el pelo mientras repasaba mentalmente su plan.

Aparcó bajo el cobertizo del Club de la Orquídea. Una bonita casa de madera roja con ventanas blancas era la sede del Club, en la que también vivía su presidente. Tras la casa, una hilera de invernaderos de cristal de medianas dimensiones guardaban los tesoros vegetales del Club. Flavio Box estaba descargando sacos con corteza de pino.

- Me alegra verte, Flavio - saludó Luton.

Flavio, octogenario vital, sonrío a Luton dándole una palmada en la espalda. Sus dos perros comenzaron a saltar alrededor de Luton manifestando su afecto con una serenata de ladridos desacostumbrada en ellos. Vivía para las orquídeas. Había fundado el Club cuando apenas tenía dieciocho años con la que después sería su esposa como secretaria. Con los años el Club aumentó sus miembros hasta los cinco actuales, el matrimonio Box, el oficial de correos, la señora Molson, y el propio Luton.

El señor Box se había ido quedando sordo con la edad y prácticamente no hablaba con nadie. De vez en cuando podía mantener una conversación de tres o cuatro frases con Luton, pero era rara la ocasión en que la conversación iba más allá. Flavio Box sacó de una bolsa una caja y de inmediato cesaron las cabriolas y los ladridos de los perros que se quedaron sentados y en silencio. Le entregó a Luton la vieja caja de zapatos atada con una cuerda de pita y se despidieron en silencio.

Alrededor de las siete, Luton, preparó unos cócteles. Veniman repetía la aburrida anécdota de la estación a la señora Molson que, con paciencia, simulaba atender mostrando interés. Hoc apabullaba a Luton con infinitos detalles sobre sus amantes.

La cena transcurrió sin novedades importantes. La constante y monótona voz de Veniman pormenorizando sus últimas adquisiciones y la estruendosa voz de Hoc, que aumentaba de volumen a medida que ingería vino, producían un caos ininteligible mientras la irritación de Luton iba en aumento.

A una indicación de Luton, Molson cambió de cafetera y sirvió más café en las tazas de Veniman y de Hoc. Al rato, el efecto del narcótico mezclado con el café desvaneció a Hoc que fue llevado entre Luton y Veniman hasta el sofá.

- ¿Qué le ha pasado? - dijo Veniman sorprendido en el momento en que se desplomaba sobre Hoc.

Luton sonrío. Era el momento de actuar. Desató el nudo de la caja de zapatos que le había dado Flavio Box en el Club. Sacó dos collares para perro, de cuero negro brillante con tachuelas y un pequeño artilugio adosado a la hebilla. Dos cables, de aproximadamente un metro, uno rojo y otro azul, con sendas clavijas en un extremo y rematados con una pequeña pinza metálica en el otro extremo.

Cuando Veniman y Hoc despertaron de su letargo estaban cómodamente sentados en dos butacas con brazos de madera de espaldas a la chimenea. Primero despertó Veniman que no pudo evitar, aun en el estado semiconsciente, una de sus frases pretendidamente ingeniosas.

- Parece que la velada no está resultando muy animada - dijo.

- Al contrario - dijo Luton, - yo me estoy divirtiendo mucho.

Al momento reaccionó Hoc con grandes voces protestando.

- ¿Qué pasa, qué pasa? - dijo Hoc zarandeando la butaca.

Luton había atado con cinta adhesiva las muñecas de los dos invitados a los brazos de las butacas. Les enseñó los collares de cuero y pausadamente fue colocándolos alrededor de sus cuellos mientras les informaba con ironía sobre la virtud de los collares. Protestaron y se revolvieron en las butacas sin poder zafarse de la cinta que los retenía. Luton, sin inmutarse, continuaba con la función.

- Bien, queridos amigos, atentos a lo que os voy a decir - dijo mientras conectaba las clavijas al artilugio de los collares.

- Esto es una broma de muy mal gusto - replicó Veniman indigando.

Una vez conectados los cables procedió a descamisarlos dejándoles el torso al aire. Luton, no sin cierta cara de desagrado, iba aplicando las pequeñas pinzas metálicas pellizcando las tetillas de los egotímicos que protestaban y se dolían a cada pellizco.

- Este aparato que tengo en mi mano - dijo mostrando un pequeño mando a distancia - tiene dos botones. Uno de conexión desconexión, y otro que da una orden para que suceda lo que vais a experimentar.

Luton apretó el botón y de inmediato ambos conejillos saltaron en sus butacas profiriendo unos ridículos lamentos de chiquillos asustados.

- ¡Ay, ay, ay! - chilló Veniman.

- Maldita sea, Luton, esto es inaceptable - dijo Hoc.

- Si mantengo apretado durante más tiempo el botón la intensidad y la duración de las pequeñas descargas eléctricas aumenta, como podéis notar - dijo sin apasionamiento manteniendo pulsado el botón.

Esta vez los aspavientos y las protestas aumentaron confundiéndose con los gritillos de dolor.

- He dejado café y unos pastelillos en la cocina - dijo Molson despidiéndose -. Buenas noches señor Luton.

La música de Mahler creaba una atmósfera muy diferente a la tensa situación que se estaba viviendo en la sala.

- Queridos amigos - comenzó Luton - he decidido tomar cartas en el asunto dado que vuestro comportamiento es inaceptable. Os quiero advertir, para evitar dolores innecesarios, que; mientras no considere que es vuestro turno para hablar no debéis hacerlo - dijo mostrando el mando a distancia -. Si deseáis decir algo sólo con decir por favor atenderé vuestras palabras, o no. Ya veremos.

Luton se paseaba por la sala dejando que la música le envolviera. Abrió los ventanales y la luz azulada de la noche se expandió por el espacio.

- Por favor - dijo Venimam sin poder resistirse a estar callado.

- Ahora no - dijo Luton mientras le ignoraba acompasando la música con los brazos al aire.

- Luton, esto debe acabar - insistió Venimam.

Por toda respuesta recibió una descarga de mayor duración que le hizo estremecer.

- ¡Maldita sea! - protestó Venimam.

Hoc, soltó una risita malvada al ver la cara desencajada de su compañero. Luton le miró moviendo ante sus ojos el mando mientras tarareaba las notas de Mahler.

- Os he invitado con la sana intención de corregir esa molesta costumbre de interrumpir constantemente a vuestros interlocutores, para corregir vuestra falta de consideración hacia lo que los demás dicen, y para corregir vuestras épicas manifestaciones vanidosas. Hablar de uno mismo es de mal gusto - dijo Luton en tono educativo y burlón a la vez que parecía buscar las notas de Mahler con el cuello estirado -. Molson - continuó - os proporcionará una excelente comida, y ya conocéis su magnífico café, con el que dormiréis como tiernos bebés las horas necesarias. Las butacas son cómodas. En principio el curso de reciclaje es de una semana, pero; si vuestra actitud no se modifica me veré obligado a extender los ejercicios hasta que considere oportunamente curadas vuestras malas costumbres.

Mayo fue pasando con ligeros aumentos de la temperatura. El sol de las tardes en Lavanda producía escenas de gran belleza sobre el valle. Junio tuvo mañanas de brisa suave y tardes serenas en las que los tres paseaban mientras Luton les recitaba a Cátulo, Aristófanes, Suetonio, Ovidio… y ellos escuchaban en obligado silencio. De vez en cuando les daba rienda suelta a sus dos pupilos para que pudieran expresarse sin restricciones. Septiembre doraba las laderas que acunaban el lago. Para el fin de año, Molson, preparó su apreciado guisado de cordero y la tarta de arándanos que tanto gustaba a Veniman. El grupo cantó cancioncillas navideñas. Hoc se animó a interpretar arias de sus óperas favoritas con la condescendencia de los demás ante sus desafinados trinos de castrati.

Luton les iba concediendo libertad de movimientos, aunque limitada. La nueva modificación en el sistema de los collares que había realizado Anibal Box funcionaba a la perfección. Ahora les producía descargas automáticas en el cogote cada vez que hablaban sin el beneplácito de Luton. Lo mismo sucedía cuando rebasaban el límite de doscientos metros alrededor de Lavanda con descargas de mayor intensidad y duración, insoportables.

Con los años, se fue estableciendo una extraña normalidad en la convivencia. Anibal Hoc murió en las navidades de 1995 como consecuencia de los excesos del güisqui y los asados de Molson. Veniman hizo gran amistad con Anibal Box y aprendió a cuidar su propio invernadero con ejemplares de gran belleza. Luis Luton falleció cinco años después con gran desconsuelo por parte de Veniman que había aceptado su condición sumisa, descubriendo en el silencio la potente sonoridad de la vida. La señora Molson heredó Lavanda y quiso liberar a Veniman del collar.

- No. Gracias Molson. No me lo quites, sólo desconecta la batería.

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lunes, 11 de mayo de 2009

Báltragas. Comercio internacional


El pequeño comercio junto al puerto olía a lejía. El suelo, de anchos tablones de madera cruda, clareaba por el agresivo fregado diario a que lo sometía la señora Esel.
- Adelante, adelante, pase usted - dijo la mujer sonriendo - ya está seco.
- No quiero molestar. Puedo volver más tarde.
- ¡Señor, señor Báltragas! Tiene usted una visita - gritó la limpiadora mientras recogía cubos y estropajos cerrando la puerta tras ella.
Víctor Durable la miró caminar como un pingüino alejándose por la calle con sus cacharros.
Sólo un mostrador de madera oscura. Una silla junto a la puerta de la trastienda. Ningún mueble más en el espacio. Sobre el mostrador un reloj de arena montado en bronce dejaba caer su fino hilo marfileño. Tras el mostrador, una chapa metálica sobre la que se podía leer:
“Báltragas. Comercio Internacional. Asia - Europa”.
La luz natural entraba por la puerta de la calle proyectando haces luminosos sobre la tarima hasta la puerta de la trastienda, cerrada, de cristal esmerilado, sobre el que estaba grabado al ácido, en semicírculo, “Báltragas”.
- Le estaba esperando, adelante - dijo con voz amable a la vez que le invitó a pasar con un gesto de la mano.
El despacho de Báltragas olía a marihuana. Sobre el suelo una alfombra de fibra natural trenzada. Un escritorio de nogal con cajones dobles a los lados. Sobre el escritorio, a la izquierda, un grueso libro encuadernado en piel de cabra y una estilográfica de carey y plata. Al otro lado un cenicero de latón. En una mesita auxiliar una jarra de cristal liso con dos vasos altos.
Durable se sentó frente al escritorio en una sencilla silla isabelina de caoba y rejilla. La butaca de Báltragas, armada en algún tipo de madera exótica y piel teñida en negro, chirrió levemente al reclinarse.
- Bien, bien. Y, ¿ya sabe usted la cantidad que desea?
- No. No sabría precisar. Esperaba que usted me aconsejara.
- Aconsejar siempre comporta un riesgo - dijo Báltragas a la vez que sacaba de un bolsillo una pitillera. - Riesgo para el consejero y para el aconsejado - apostilló.
Con un gesto de ofrecimiento, con la cajita de oro blanco abierta sobre su mano, invitó a un cigarrillo a su cliente. En un lado se alojaban una decena de cigarrillos liados con esmero y rematados con un filtro hueco. El papel de arroz tenia estampado en vertical su nombre. En el otro lado, encajado en el perímetro rectangular, un reloj con números romanos esmaltados en rojo y manecillas negras. El segundero saltaba regular de punto en punto. En el lugar habitual de la marca se leía una inscripción en latín, “
Tempus necat”. El tiempo mata.
Víctor tomó un cigarrillo. Fumaron en silencio durante un rato, ajenos el uno del otro. El efecto sedante inundó la sala.
- Podría comprar por un valor de trescientos mil - dijo Víctor convencido.
- Eso es mucho dinero - apuntó Báltragas -. Aunque puede resultar poco. Si se es hábil, o necio, se puede gastar cualquier cantidad de dinero. Nunca le parece suficiente al bobo, y siempre es demasiado para el bobo.
Víctor apuntó una sonrisa sin que indicara asentimiento o discrepancia.
- ¿Qué cantidad podría suministrarme por trescientos mil?
Báltragas dejó ir hacia atrás el respaldo meciéndose en su butaca. La mirada le había cambiado. Era más dura, más penetrante.
- Tal vez para un mes - dijo con sequedad.
- ¿Un mes? Había pensado para un año - replicó decepcionado Durable.
- Querido amigo, un año es mucho. Por ese precio solo puede acceder a un mes.
- Un mes no es suficiente - dijo con tristeza.
- Lo lamento, pero así está el precio hoy.
- ¿Y mañana?
- ¿Mañana? No tengo ni idea.
- Entiendo - dijo Víctor.
Báltragas cambió el tono de voz. Su mirada volvía a ser amable. Se levantó acercándose al desconcertado Víctor hasta ponerle una mano sobre el hombro.
- Venga, acompáñeme. Le voy a enseñar la mercancía.
La sala contigua al despacho era completamente cuadrada. Víctor Durable sintió frío. Sin ventanas, con las cuatro paredes cubiertas de estanterías de madera oscura hasta el techo. Cientos de tarros de cristal transparente, de boca ancha y tapa metálica roscada ocupaban las estanterías. Perfectamente alineados, todos idénticos. Todos aparentemente vacíos.
- ¿Todos tienen la misma cantidad? - preguntó Víctor.
- Cada tarro es de una semana - contestó Báltragas recorriendo el espacio con los brazos extendidos hacia las estanterías.
- Entonces, podría llevarme cuatro.
- Exacto - dijo el comerciante con cierta ironía.
- De acuerdo. Me llevaré cuatro - concluyó Víctor convencido.
De vuelta al despacho, Báltragas abrió el libro mediante la cinta de punto. Desenroscó con parsimonia el capuchón de la estilográfica dispuesto a escribir sobre una página en blanco.
- Sólo para mi registro - dijo con amabilidad - anotaré su nombre, la cantidad y su pago, por supuesto.
Con letra de pendolista fue anotando los datos con una lentitud que comenzaba a exasperar a Víctor.
- De acuerdo - dijo Báltragas cerrando el libro sonoramente -. Al contado, por favor.
Con una sonrisa excesiva y la mirada fija en los ojos de Víctor esperó el pago. En el momento en que todo el dinero estuvo sobre la mesa asomó por la puerta de la sala de los tarros un hombre robusto de mediana edad. Sin mediar palabra dejó sobre la mesa un paquete de papel azul marino atado con una cuerda basta.
- ¿Cuándo debo abrir los tarros? - preguntó Víctor.
- Cuando a usted le convenga. Esa es su decisión. Sólo puedo decirle que el efecto es acumulativo. Puede abrir los cuatro tarros a la vez o bien de uno en uno, como usted prefiera.
Al Salir, Víctor, observó que el reloj de arena continuaba con su hilillo de finos granos pálidos marcando el tiempo. Miró su reloj y tuvo la sensación de que apenas habían pasado unos segundos, tal vez ni eso, desde que entró en el comercio de Báltragas.
Durante la siguiente primavera la salud de Víctor Durable comenzó a empeorar como le había pronosticado el doctor Mágnus. Sentado tras los cristales de su gabinete se dedicaba cada tarde a leer tratados de ciencia y filosofía. En un estante de la librería, a su espalda, reposaban los cuatro tarros que un año antes le había comprado al extraño Báltragas. Lo recordó como un hombre delgado, de estatura media, de edad indefinida pero ya pasada la madurez. Dentadura perfecta como si el tiempo no hubiera hecho mella en el blanquísimo esmalte que hacia relucir la perfecta galería de sus dientes. Sintió un escalofrío al recordar la mirada de acero del comerciante Báltragas. Un intenso olor a lejía le inundó los pulmones. Era el aroma del escalofrío final que acudía por sorpresa.
- No creo que pase de esta noche - comentó Mágnus -. Su estado empeora por minutos.
La hermana de Víctor asintió con la cabeza a la vez que se apoyaba en los brazos de la enfermera Brick.
- Parece dormir - dijo su hermana con tristeza.
- Ha entrado en coma - sentenció Mágnus.
La enfermera Brick llamó la atención de Mágnus.
- ¡Doctor, doctor, parece que quiere decir algo!
Con una gran fatiga en los ojos, Víctor se incorporó en la cama y comenzó a mover los labios.
- ¡Los tarros, los tarros! - acertó a decir señalando hacia la puerta contigua del gabinete.
- Complázcale - dijo Mágnus -, probablemente sea su última voluntad.
La hermana de Víctor corrió hacia el gabinete y tomó apresuradamente los tarros entre sus brazos. La gruesa alfombra de lana había formado un pliegue determinante para la vida de Víctor Durable. Al tropezar con la alfombra cayeron al suelo tres de los cuatro tarros rompiéndose en el acto. Sólo uno se pudo salvar. Llegó a la cabecera y puso el tarro entre las manos de su hermano. El ruido de los cristales rotos aumentó la ansiedad de Víctor, que con las fuerzas huyendo, apenas pudo indicar a su hermana que destapara el tarro y se lo acercara a la cara. Así lo hizo ante las miradas expectantes del doctor y la enfermera.
De inmediato las facciones de Víctor Durable comenzaron a suavizarse. La dura tensión de sus músculos se tornó relajada mientras la piel tomaba un color saludable a la vez que recuperaba el brillo de sus ojos.
Los siguientes siete días fueron tal vez los más felices en la vida de Víctor Durable. La salud le asistía. Notaba firmes las piernas, la cabeza despejada y ágiles sus pensamientos. Con una vitalidad mayor de la acostumbrada en él parecía disfrutar de cada instante. El doctor Mágnus comentó con las dos mujeres su desconcierto. Ninguno podía explicarse la recuperación de Víctor, salvo el propio Víctor.
A los siete días de abrir el tarro, Víctor Durable falleció sentado bajo el tilo del jardín. Su hermana encontró entre sus manos un sobre abierto con un nombre y una dirección, “Báltragas Comercio Internacional. Puerto de Marsella”. En su interior una nota escrita con letra clara y cuidada: “Debí haber comprado más”.



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