lunes, 11 de mayo de 2009

Báltragas. Comercio internacional


El pequeño comercio junto al puerto olía a lejía. El suelo, de anchos tablones de madera cruda, clareaba por el agresivo fregado diario a que lo sometía la señora Esel.
- Adelante, adelante, pase usted - dijo la mujer sonriendo - ya está seco.
- No quiero molestar. Puedo volver más tarde.
- ¡Señor, señor Báltragas! Tiene usted una visita - gritó la limpiadora mientras recogía cubos y estropajos cerrando la puerta tras ella.
Víctor Durable la miró caminar como un pingüino alejándose por la calle con sus cacharros.
Sólo un mostrador de madera oscura. Una silla junto a la puerta de la trastienda. Ningún mueble más en el espacio. Sobre el mostrador un reloj de arena montado en bronce dejaba caer su fino hilo marfileño. Tras el mostrador, una chapa metálica sobre la que se podía leer:
“Báltragas. Comercio Internacional. Asia - Europa”.
La luz natural entraba por la puerta de la calle proyectando haces luminosos sobre la tarima hasta la puerta de la trastienda, cerrada, de cristal esmerilado, sobre el que estaba grabado al ácido, en semicírculo, “Báltragas”.
- Le estaba esperando, adelante - dijo con voz amable a la vez que le invitó a pasar con un gesto de la mano.
El despacho de Báltragas olía a marihuana. Sobre el suelo una alfombra de fibra natural trenzada. Un escritorio de nogal con cajones dobles a los lados. Sobre el escritorio, a la izquierda, un grueso libro encuadernado en piel de cabra y una estilográfica de carey y plata. Al otro lado un cenicero de latón. En una mesita auxiliar una jarra de cristal liso con dos vasos altos.
Durable se sentó frente al escritorio en una sencilla silla isabelina de caoba y rejilla. La butaca de Báltragas, armada en algún tipo de madera exótica y piel teñida en negro, chirrió levemente al reclinarse.
- Bien, bien. Y, ¿ya sabe usted la cantidad que desea?
- No. No sabría precisar. Esperaba que usted me aconsejara.
- Aconsejar siempre comporta un riesgo - dijo Báltragas a la vez que sacaba de un bolsillo una pitillera. - Riesgo para el consejero y para el aconsejado - apostilló.
Con un gesto de ofrecimiento, con la cajita de oro blanco abierta sobre su mano, invitó a un cigarrillo a su cliente. En un lado se alojaban una decena de cigarrillos liados con esmero y rematados con un filtro hueco. El papel de arroz tenia estampado en vertical su nombre. En el otro lado, encajado en el perímetro rectangular, un reloj con números romanos esmaltados en rojo y manecillas negras. El segundero saltaba regular de punto en punto. En el lugar habitual de la marca se leía una inscripción en latín, “
Tempus necat”. El tiempo mata.
Víctor tomó un cigarrillo. Fumaron en silencio durante un rato, ajenos el uno del otro. El efecto sedante inundó la sala.
- Podría comprar por un valor de trescientos mil - dijo Víctor convencido.
- Eso es mucho dinero - apuntó Báltragas -. Aunque puede resultar poco. Si se es hábil, o necio, se puede gastar cualquier cantidad de dinero. Nunca le parece suficiente al bobo, y siempre es demasiado para el bobo.
Víctor apuntó una sonrisa sin que indicara asentimiento o discrepancia.
- ¿Qué cantidad podría suministrarme por trescientos mil?
Báltragas dejó ir hacia atrás el respaldo meciéndose en su butaca. La mirada le había cambiado. Era más dura, más penetrante.
- Tal vez para un mes - dijo con sequedad.
- ¿Un mes? Había pensado para un año - replicó decepcionado Durable.
- Querido amigo, un año es mucho. Por ese precio solo puede acceder a un mes.
- Un mes no es suficiente - dijo con tristeza.
- Lo lamento, pero así está el precio hoy.
- ¿Y mañana?
- ¿Mañana? No tengo ni idea.
- Entiendo - dijo Víctor.
Báltragas cambió el tono de voz. Su mirada volvía a ser amable. Se levantó acercándose al desconcertado Víctor hasta ponerle una mano sobre el hombro.
- Venga, acompáñeme. Le voy a enseñar la mercancía.
La sala contigua al despacho era completamente cuadrada. Víctor Durable sintió frío. Sin ventanas, con las cuatro paredes cubiertas de estanterías de madera oscura hasta el techo. Cientos de tarros de cristal transparente, de boca ancha y tapa metálica roscada ocupaban las estanterías. Perfectamente alineados, todos idénticos. Todos aparentemente vacíos.
- ¿Todos tienen la misma cantidad? - preguntó Víctor.
- Cada tarro es de una semana - contestó Báltragas recorriendo el espacio con los brazos extendidos hacia las estanterías.
- Entonces, podría llevarme cuatro.
- Exacto - dijo el comerciante con cierta ironía.
- De acuerdo. Me llevaré cuatro - concluyó Víctor convencido.
De vuelta al despacho, Báltragas abrió el libro mediante la cinta de punto. Desenroscó con parsimonia el capuchón de la estilográfica dispuesto a escribir sobre una página en blanco.
- Sólo para mi registro - dijo con amabilidad - anotaré su nombre, la cantidad y su pago, por supuesto.
Con letra de pendolista fue anotando los datos con una lentitud que comenzaba a exasperar a Víctor.
- De acuerdo - dijo Báltragas cerrando el libro sonoramente -. Al contado, por favor.
Con una sonrisa excesiva y la mirada fija en los ojos de Víctor esperó el pago. En el momento en que todo el dinero estuvo sobre la mesa asomó por la puerta de la sala de los tarros un hombre robusto de mediana edad. Sin mediar palabra dejó sobre la mesa un paquete de papel azul marino atado con una cuerda basta.
- ¿Cuándo debo abrir los tarros? - preguntó Víctor.
- Cuando a usted le convenga. Esa es su decisión. Sólo puedo decirle que el efecto es acumulativo. Puede abrir los cuatro tarros a la vez o bien de uno en uno, como usted prefiera.
Al Salir, Víctor, observó que el reloj de arena continuaba con su hilillo de finos granos pálidos marcando el tiempo. Miró su reloj y tuvo la sensación de que apenas habían pasado unos segundos, tal vez ni eso, desde que entró en el comercio de Báltragas.
Durante la siguiente primavera la salud de Víctor Durable comenzó a empeorar como le había pronosticado el doctor Mágnus. Sentado tras los cristales de su gabinete se dedicaba cada tarde a leer tratados de ciencia y filosofía. En un estante de la librería, a su espalda, reposaban los cuatro tarros que un año antes le había comprado al extraño Báltragas. Lo recordó como un hombre delgado, de estatura media, de edad indefinida pero ya pasada la madurez. Dentadura perfecta como si el tiempo no hubiera hecho mella en el blanquísimo esmalte que hacia relucir la perfecta galería de sus dientes. Sintió un escalofrío al recordar la mirada de acero del comerciante Báltragas. Un intenso olor a lejía le inundó los pulmones. Era el aroma del escalofrío final que acudía por sorpresa.
- No creo que pase de esta noche - comentó Mágnus -. Su estado empeora por minutos.
La hermana de Víctor asintió con la cabeza a la vez que se apoyaba en los brazos de la enfermera Brick.
- Parece dormir - dijo su hermana con tristeza.
- Ha entrado en coma - sentenció Mágnus.
La enfermera Brick llamó la atención de Mágnus.
- ¡Doctor, doctor, parece que quiere decir algo!
Con una gran fatiga en los ojos, Víctor se incorporó en la cama y comenzó a mover los labios.
- ¡Los tarros, los tarros! - acertó a decir señalando hacia la puerta contigua del gabinete.
- Complázcale - dijo Mágnus -, probablemente sea su última voluntad.
La hermana de Víctor corrió hacia el gabinete y tomó apresuradamente los tarros entre sus brazos. La gruesa alfombra de lana había formado un pliegue determinante para la vida de Víctor Durable. Al tropezar con la alfombra cayeron al suelo tres de los cuatro tarros rompiéndose en el acto. Sólo uno se pudo salvar. Llegó a la cabecera y puso el tarro entre las manos de su hermano. El ruido de los cristales rotos aumentó la ansiedad de Víctor, que con las fuerzas huyendo, apenas pudo indicar a su hermana que destapara el tarro y se lo acercara a la cara. Así lo hizo ante las miradas expectantes del doctor y la enfermera.
De inmediato las facciones de Víctor Durable comenzaron a suavizarse. La dura tensión de sus músculos se tornó relajada mientras la piel tomaba un color saludable a la vez que recuperaba el brillo de sus ojos.
Los siguientes siete días fueron tal vez los más felices en la vida de Víctor Durable. La salud le asistía. Notaba firmes las piernas, la cabeza despejada y ágiles sus pensamientos. Con una vitalidad mayor de la acostumbrada en él parecía disfrutar de cada instante. El doctor Mágnus comentó con las dos mujeres su desconcierto. Ninguno podía explicarse la recuperación de Víctor, salvo el propio Víctor.
A los siete días de abrir el tarro, Víctor Durable falleció sentado bajo el tilo del jardín. Su hermana encontró entre sus manos un sobre abierto con un nombre y una dirección, “Báltragas Comercio Internacional. Puerto de Marsella”. En su interior una nota escrita con letra clara y cuidada: “Debí haber comprado más”.



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6 comentarios:

  1. Me alegra ver que la inspiración no te abandona, espléndido Ángel esta faceta cuentista te sienta muy bien, besos.

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  2. Si, Montse, es temporada de cuentos,
    "rayando el sol..."
    Me alegra que te gusten.
    Un abrazo.

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  3. He disfrutado con el cuento. Lo misterioso siempre ha llegado de Asia. Y las alfombras son tan traicioneras.... Sin embargo, mucho mejor con un solo tarro.

    Felicidades

    Adolfo

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  4. Me alegra mucho que hayas entrado, y lo que dices; claro.
    Un abrazo,
    Ignatius

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  5. Ángel, un relato estupendo, como todo lo que escribes.

    Tienes una sorpresa en mi blog.

    Pásate por allí.

    http://www.laberintodelluvia.com/

    Un beso
    Ana

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  6. Gracias, Ana!!
    Eres tremendamente generosa, me alegra mucho que me consideres en tus premios por lo mucho que estimo tu criterio.
    un abrazo

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