lunes, 22 de junio de 2009

El carnicero de Villón

- No lo sé - dijo Lucas Aspercot acompañándose de un gesto despreocupado.
- Me gustaría conocer la respuesta - contestó Aurelio Blof con la mirada fija en el techo.
La noche comenzaba a resultar fresca después de la húmeda puesta de sol. Una ligera brisa levantó los visillos acercando aromas de turba hasta el salón abierto al norte. Permanecieron un rato en silencio mientras ojeaban los periódicos, “La verdad”, y, “La luna”.
- Pienso que muchas veces las respuestas se nos escapan por estar mal formuladas las preguntas - comentó Aspercot sin levantar la mirada del diario. Y otras veces nos hacemos preguntas absurdas que no conducen a nada.
- ¿Usted cree? - preguntó Blof.
- Sin duda.
- Entonces, ¿usted piensa que hacernos preguntas para las cuales no tenemos respuestas a la vista es algo absurdo?
- Más o menos - admitió Aspercot.
- Si es así, resulta que somos estúpidos - replicó Blof.
- Más o menos.
- Y, ¿la necesidad de descubrir, de investigar, de conocer; dónde queda?
- Eso es otra cosa - dijo Aspercot -. La ciencia tiene sus caminos y su tiempo pero la filosofía es una trampa, un enredo. Hay que evitar la entrada a su laberinto en el que indefectiblemente nos perdemos. El arte es el mejor antídoto de la filosofía, plasma todo aquello que camina en nuestra imaginación. El arte orienta. La filosofía disipa, difumina los límites haciéndonos creer que es alcanzable lo inalcanzable.
Blof dejó de mala gana el diario sobre la mesa levantándose airado.
- Trabajamos bajo la razón, Aspercot, y la filosofía es razón. Proponer preguntas bien formuladas, lógicas, propias de nuestra inteligencia, eso no es absurdo aunque nuestro conocimiento actual no sea el suficiente para conocer las respuestas de forma inmediata. Hoy conocemos respuestas a preguntas que en el pasado podrían haberse considerado absurdas, como usted dice, y eso no significa que fueran planteadas por seres estúpidos.
- Sí, es posible - dijo Aspercot sin convencimiento.
- Por otro lado - continuó Blof -, no podemos olvidar nuestra parte emocional, espiritual, trascendente.
- De eso se ocupa el arte, la literatura, la música - apuntó Aspercot -. No hay más. Ni más tiempo ni más espacio que el ocupamos a cada instante. Se transciende en los otros durante nuestra existencia limitada. Hay que asumirlo. No hay nada ni nadie más.
- Si continúa leyendo el diario no hay modo de mantener una conversación - protestó Blof ante la indiferencia de Aspercot.
- No deseaba conversar - dijo Aspercot sin inmutarse -. Sólo era una reflexión.
Aspercot se encogió de hombros y continuó con la lectura. Blof parecía irritado, cosa que tarde o temprano sucedía en sus habituales encuentros, pero quizá demasiado pronto en esta ocasión. Sentían admiración mutua mezclada con dosis circunstanciales de celos. No de envidia, los dos habían superado tan embarazosa pasión. Los celos, celos de quienes captaban la atención del otro. Aspercot detestaba que Blof jugara interminables partidas de ajedrez con otros tertulianos, y Blof no soportaba que su amigo planteara sus nuevas ideas a otras personas sin abrirlas a debate con él.

Con disimulada indiferencia, Aspercot, observaba a su amigo por encima del diario sonriendo para sí. Se conocían demasiado y en esta ocasión iba ganando la jugada.
- Parece usted irritado, Aurelio.
- En absoluto - contestó Blof sin poder disimular su enojo.
- ¿La cena, tal vez demasiado pesada para usted?
- En absoluto. Estoy perfectamente pese a su empeño en añadir a la salsa de carne esas dichosas ciruelas pasas - dijo Blof en tono distante -. A veces me sorprende usted con su dudoso gusto gastronómico, Aspercot. Comentaré el tema de las ciruelas con el chef del Domain. Tal vez me diga que pueden ser excelentes para acompañar algún grasiento fiambre alemán.
Blof giró sobre sus talones dando la espalda a su templado amigo en un gesto de remate y comenzó a pasear por la sala canturreando una cancioncilla.
- ¿Cree usted que tendríamos una vida más feliz si conociéramos la absurda y recurrente pregunta “de dónde venimos y adónde vamos”? ¿Tal vez piensa usted que conociendo esas respuestas mejorarían en algo las relaciones humanas? - Aspercot hizo una pausa con tintes dramáticos dejando que el silencio se hiciera denso, y, concluyó su propuesta -. O, mejor, dígame usted, sin ceñirse a mis preguntas; qué piensa usted al respecto.
- Bueno - dudó Blof -, es algo natural hacerse ese tipo de preguntas. Está en la esencia del ser humano conocer sus orígenes y su destino. El hecho de no conocer las respuestas no invalida las preguntas.
- ¿No? En ese caso, ¿por qué no nos preguntamos si el carnicero de Villón va a matar esta noche a su esposa?
- ¡Es usted imposible! Esa pregunta es ridícula.
- ¿Usted cree? He notado cierto desafecto entre ellos estos últimos días.
- El cinismo no favorece en nada sus argumentos.
- La esencia del ser humano, dice usted; eso me suena a excusa aristotélica. ¿La piedra cae porque está en su esencia caer? La piedra cae atraída por la fuerza de la gravedad.
- Resulta algo simplista comparar al ser humano con una piedra. No estoy dispuesto a debatir sin aceptar los preceptos del conocimiento.
- De acuerdo - dijo Aspercot -. Pero todavía no me ha contestado usted si sería más feliz la especie humana si supiera de dónde viene y adónde va.
La expresión de Blof tomó un tinte reflexivo y esperó unos segundos para contestar.
- Lo sustancial de conocer o no conocer esa respuestas no es si seríamos más felices o no. Lo sustancial es el conocimiento en si mismo - hizo una pausa de orador -. El principio de anticipación. Buscar el conocimiento aunque no haga falta para una aplicación determina, eso es lo sustancial.
- Ya - dijo Aspercot sin entusiasmo -. Entonces dirá usted que cualquier cuestión es digna de nuestra consideración.
- Naturalmente - contestó Blof convencido -. ¿De qué otro modo podemos plantear el conocimiento si no es a través de la consideración de las posibilidades?
- ¿Estamos avocados a una infinita expedición en busca de lo desconocido?
- Tiene usted esa manía de contestarme con preguntas. Es obligado el conocimiento una vez dada la facultad de pensar que nos procura el cerebro. Es inevitable.
- Es absurdo. Me niego a conocer nuevas cosas. Me estorban muchas preguntas de las que desconozco sus respuestas, y por las que conozco no soy más feliz que un memo en su ignorancia.
La voz de Aspercot denotaba una firmeza inusual, acompañándose en su énfasis con dos palmetazos sobre la mesa.
- Me desconcierta usted, Aspercot, siempre unido al conocimiento y amanece usted con esta postura incomprensible.
- ¿Y, por qué tiene que ser comprensible? ¡Me niego a comprender! Y usted debería abandonarse al discurrir de la vida dejando su mente en merecido descanso.
Los nudillos de la señora Hiks pidiendo permiso para entrar en la sala interrumpieron la conversación.
- ¡Adelante! - dijo Aspercot malhumorado -.
- Si no necesitan nada preferiría acostarme - dijo Hiks mientras frotaba sus ojos llorosos con un arrebujado pañuelo blanco a la vez que daba sorbetones por la nariz.
- ¿Qué le ocurre Hiks? - Preguntó Aspercot desorientado.
- Malas noticias, señor - Dijo lastimera sonándose con el pañuelo, cosa que provocó un gesto de repulsión en Aspercot.
- ¿Qué noticias son esas para tanto llanto?
- Mi prima, señor. La mujer del carnicero de Villón ha muerto. La ha matado su marido esta noche.
- ¿Lo ve usted, Blof? - dijo Aspercot indiferente -, siempre acabamos siendo lo mejor que podemos llegar a ser.


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