jueves, 18 de diciembre de 2008

Símbolos. El Jardín

No sé a qué nos llevaría una realidad carente de símbolos. Probablemente sería una realidad, la misma, más áspera por la incapacidad de corrección; más ajena por imposibilidad de intervención. Sólo pasar por la realidad sería el asunto, como figurantes que nadie retiene en el cuadro. Protagonistas predeterminados, obligados por imposición a aceptar los sucesos como hechos, sin otra capacidad que la del observador resignado al argumento que construyen “los otros”.

No poder variar, o al menos perfilar, la realidad sin el sustento simbólico parecería, a los ojos de quien sí tuviera la facultad simbólica, un encuentro de causas sin voluntad. Sólo causas, actos sin carácter que resultarían episodios de simple existencia bioquímica. Vida, pero vida primaria. El asalto al límite está en el símbolo.

Sin el símbolo no tendría motivos el “yo” ni la aspiración a “lo completo”.
¿A qué trascender, ascender, proponer? La creación – el espíritu -, la religión, el amor; serían inexistentes mecanismos inventados sólo para que los dioses jugaran a las casitas. La sexualidad, un tormento necesario. La risa reducida a mueca, a grito primitivo. El miedo, compulsión permanente. No habría nada más allá de la percepción orgánica. Frío, dolor, sed; y su manifestación extrema sería el fin, origen de otra vuelta de noria sin sustancia.

Vuelvo a no saber si el ser humano es una consecuencia simbólica de su propia capacidad para crear y gestionar símbolos. Aquí, entro por una vereda que no me complace, y que en el fondo no me importa la respuesta, si la tiene; ya que, convencido, pienso que no es otra cosa que una conjetura a la que sólo se le pueden asignar “verdadero” o “falso”. No tiene una solución única, ni tampoco infinitas soluciones. Esto me aproxima a otra conjetura, si acaso a la vez una tautología, una adivinanza o sencillamente una especulación lo dicho por Jung: “Lo que percibimos depende del alma, y no la constituye”. Con esto, Jung, quiso hacer referencia al “algo más”; que en otros términos, Breton, lo llamo aquello de “azar objetivo” para hacer visible lo que es previo al sentimiento; la inspiración, las visiones, la intuición…
Así, la mística se empareja con lo super real.

A fin de cuentas, símbolos, adscritos y circunscritos en una galería que abre una vía en la que conjeturas y ciencia; filosofía y sicología, se funden para conformar una realidad simbólica, para constituir algo que podría llamarse antropología poética.
En esta antropología poética, la idea y lo simbólico serían el fuste y el capitel; y la basa, el ser.

Sobre símbolos, Eduardo Cirlot, dijo mucho. Es un símbolo concreto, el Jardín, quizá el más tratado en poesía. Y, tal vez, es el símbolo por excelencia. Sin considerar aquí el aspecto cronológico desde la primera referencia a la Arcadia por Virgilio, me planto en el Jardín Arcadia renacentista de la obra de Iacopo Sannazaro, en la que Arcadia deja atrás la “dimensión histórica y su existencia espacial, transformándola en un icono atemporal” (Mª Cruz Cardete del Olmo). De aquí en adelante toda referencia poética de Arcadia se significa como el lugar ideal, el refugio del ser frente a la agresión exterior. El jardín del Bosque Parrasio, sobre el que constituyeron en Roma, artistas y escritores al amparo de la figura de Cristina de Suecia, la academia con el nombre, Arcadia. Después, Goethe, y Schiller, redondearían la visión idílica proclamando sus nacimientos en Arcadia.

Eduardo Cirlot dice, en su “Diccionario de símbolos”, refiriéndose al Jardín, es: “el ámbito en que la naturaleza aparece sometida, ordenada, seleccionada, cerrada. Por esto constituye un símbolo de la conciencia frente a la selva (inconsciente), como la isla ante el océano.”
Partiendo de aquí, el símbolo del Jardín aparece como un reducto. Una reducción de la naturaleza, y por extensión del cosmos a unas hectáreas físicas, como el caso de la Academia de Roma. De este modo cualquier otro jardín, mínimo o mayúsculo, es símbolo de un microespacio que refleja el macroespacio en una réplica ordenada a la medida de cada cual.

Esta intención de crear un orden en un reducto de acogida, en el que la naturaleza “aparece sometida”, no sé hasta qué punto limita la creación, idea / símbolo. El Jardín es libertad, y lo entiendo mejor como proyección que como reducción. Un paraíso a medida encerrado entre tapias se me hace corto, y en cambio si se percibe como el mundo de lo posible, donde todo puede rebosar, aparece realmente mágico y abierto. Una naturaleza sometida me resulta triste, y por el contrario una naturaleza facilitadora, abierta al cosmos, comporta alegría en dimensiones y no reducción planetaria; muy al gusto del geocentrismo.

El antagonismo simbólico conciencia / inconsciencia quizá determina una anteposición del inconsciente sobre el consciente. La selva existe por sí, o sea la inconsciencia amanece previa a la conciencia y, ya que el Jardín requiere un ejercicio activo de voluntad, resulta un proceso en el que va primero lo inconsciente y después lo consciente. Todo esto dicho sólo en cuanto a la contraposición jardín / selva, sin que esto pretenda contradecir el simbolismo de la selva, bosque, como espacio de los sueños más irreflexivos.

La analogía referente a la “isla ante el océano” parece limitar al Jardín a la soledad y aislamiento, en vez de dotarlo del entusiasmo y la alegría que supone como punto de partida y de origen hacia el sentido de “lo completo”, el ser; el “yo”, en su dimensión real con la mística y lo super real tendiendo un fino hilo fortísimo a la creación poética. También dicho sin excluir del “yo” la melancolía y sus vecinos.

Sea como sea, siempre podemos inventar el Jardín que necesitamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario